Como explicamos en el post sobre la importancia de la inteligencia emocional, para gestionar las emociones de manera funcional necesitamos ciertas habilidades. Por supuesto, y como todo en esta vida, cuanto antes aprendamos, más fácil nos resultará. Si queremos empezar a educar las emociones desde la infancia, es muy importante conocer las reglas básicas de las emociones:
- Respetar sus emociones, sean cuales sean, sin juzgar.
- Hacer un esfuerzo por empatizar. Pensar en qué sienten y por qué, adaptar nuestro pensamiento a su realidad.
- Validarlas: hacerles ver que sus emociones son perfectamente normales y lícitas, para que las sientan sin bloquearlas.
- Facilitar que expresen sus emociones. Hablar de lo que sienten tanto tiempo como sea necesario.
- Amar y cuidar, siempre, en cualquier momento.
Por supuesto, no siempre es fácil controlar según qué circunstancias. Más aún, si tenemos varias hijas o hijos, o si estamos en una situación que pueda ser nueva para todas nosotras. Pero ante todo, hay ciertas cosas que deberíamos evitar decir, como “No llores por eso”, “Pero si no pasa nada”, “Solo lloran los débiles”, “No hay que tener miedo”, “El miedo es de cobardes”, o “No te puedes enfadar por eso”.
Cuando vemos a una criatura llorar, debemos pensar que siempre, siempre, hay un motivo que para ella es importante. A veces podemos pensar que pueden ser tonterías, o que en realidad no es tan grave, pero sin embargo para los niños y niñas puede ser su mundo. Que su juguete favorito se rompa, o que una amiga no haya querido jugar en el cole, puede ser equiparable a discutir con tu compañera de trabajo o a que se rompa tu móvil.
Con el enfado pasa igual. El enfado es una emoción adaptativa, a veces esa ira nos da el arrojo para afrontar ciertas situaciones, y nos empodera. Nuestras hijas e hijos también deben sentirlo, porque es útil. Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre sentir enfado y agredir, bien sea física o verbalmente, y debemos marcar ese límite. Para gestionar el enfado hay una herramienta muy útil que es poder crear con las criaturas una mesa de la paz. Se trata de elegir conjuntamente un espacio de la casa concreto al que acudir cuando sientan enfado, y en él colocar cosas que les trasladen a un lugar de calma. Por ejemplo, una cajita con fotos que les traigan buenos recuerdos, papel y pinturas para dibujar y desahogarse, su peluche favorito, su mantita especial, un frasquito de agua con purpurina… las necesidades y la imaginación a la hora de crearlo es cosa de cada familia. Al principio parece complicado, pero la tercera vez que se enfadan ya no hace falta decirles que vayan, acuden, porque es su espacio de desahogo.
De igual modo pasa con el miedo. A veces pueden tener miedos irracionales, y no es necesario entrar a razonar por qué eso no debe darles miedo. Es mejor poder darles la mano y decirles: “es normal que tengas miedo, pero vamos a estar contigo y vamos a buscar una solución para luchar contra ese miedo”.
Hay días en que los llantos intensos, según como estemos también nosotras, pueden desestabilizarnos. Pero nuestras hijas e hijos no son responsables del día que hayamos podido tener, por eso es mejor parar un segundo, respirar y contar hasta 10 para después tratar de identificar qué están sintiendo, y de este modo poder salir del bucle. Podemos preguntar: qué te ocurre, qué necesitas… tratar de que expliquen con sus palabras cómo se sienten.
Es importante intentar ponernos a su nivel y en sus zapatos: cómo me sentiría yo si tuviera 5 años y Mateo no quisiera jugar conmigo. Hagamos ese ejercicio de empatizar. Al comprender el motivo de esa emoción, podemos ayudar a gestionarla, normalizándola y validándola. Que vean que comprendemos que estén tristes porque su peluche se haya roto, por ejemplo, explicándoles que las personas adultas también nos ponemos tristes cuando algo que nos gustaba mucho se nos rompe, que también lloramos y que no pasa nada por ello.
La búsqueda de soluciones en equipo puede ayudar mucho, primero porque suelen surgir buenas ideas – que pueden ir desde darse un abrazo que les reconforte hasta tratar de arreglar el juguete de alguna manera-, y segundo porque los niños y niñas se sienten tenidos en cuenta.
¿Y si acabo gritando?
Hay que recordar que gritar no nos da más razón a ningún miembro de la familia, pero también es verdad que en el 99.9% de las familias se grita en algún momento. Admitirlo y no martirizarnos por ello es lo primero que deberíamos concedernos. Pero, y ¿con nuestras criaturas que deberíamos hacer?
Para empezar, pedirles disculpas. Es sencillo y les enseñaremos una gran lección. Nos equivocamos mucho y eso es maravilloso, porque los mejores aprendizajes vienen de equivocarnos. Por eso, que nos vean pedir perdón no hace que nos tengan menos respeto, sino todo lo contrario, nos estamos mostrando como ejemplo para que así también puedan repetir esa conducta y la tengan en su repertorio. Pero en ningún caso debemos justificarnos al pedir disculpas diciendo cosas como “estaba muy agobiada” o “hoy estoy cansado”. Es tan sencillo como decir “hoy te he gritado y no debería haberlo hecho, lo siento e intentaré que no vuelva a ocurrir”. No debemos olvidar que nuestro ejemplo es la mejor educación que podemos darles.
Cuando los ánimos se calmen, es muy positivo acercarnos y poderles hablar y preguntarles cómo se sintieron. De este modo, podemos seguir trabajando el reconocimiento de emociones.
Post publicado por:
Henar Martín López
Psicóloga sanitaria especializada en Psicología Infantil y terapia familiar.